Es imposible no comparar la acogida entusiasta y hospitalaria con que se recibe a los extranjeros que vienen como turistas con el rechazo inmisericorde a la oleada de extranjeros pobres.
“CÍRCULOS POR LA DIGNIDAD”
Círculos de Silencio 19-10-2018, 19:30h, Pz Fuente Dorada
Se les cierran las puertas, se levantan alambradas y murallas, se impide el traspaso de las fronteras. Angela Merkel pierde votos en su país, incluso entre los suyos, por haber intentado mostrar un rostro amable y por persistir en su actitud de elemental humanidad, Inglaterra se niega a recibir inmigrantes y apuesta por el Brexit para cerrar sus fronteras, excepto para retener a trabajadores extranjeros muy bien preparados, como médicos y enfermeras españolas, sube el número de votantes de partidos racistas en Francia, Austria, Alemania, Hungría, Holanda, etcc...No es un sentimiento de Xenofobia, porque lo que produce rechazo y aversión no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia, no molesta el extranjero por el hecho de serlo. Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan al parecer recursos, sino problemas.
Sin duda existen la xenofobia y el racismo, el recelo frente al extranjero, la prevención frente al diferente. Sin embargo, hay una aversión que se encuentra en la raíz de muchas de ellas y que va aún más lejos: la aporofobia, el desprecio al pobre, el rechazo a quien no puede devolver nada a cambio, o al menos parece no poder hacerlo.
Y es que no repugnan los orientales capaces de comprar equipos de fútbol o de traer “petrodólares”, ni los futbolistas de cualquier etnia o raza, que cobran cantidades millonarias. Ni molestan los gitanos triunfadores en el mundo del flamenco.
Por el contrario, lo cierto es que las puertas se cierran ante los refugiados políticos, ante los inmigrantes pobres, que no tienen que perder más que sus cadenas, ante los gitanos que venden papelinas en barrios marginales y rebuscan en los contenedores. Las puertas de la conciencia se cierran ante los mendigos sin hogar, condenados mundialmente a la invisibilidad.
El problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza. Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos, que odiamos a los pobres, casi todos.
Es el pobre el que molesta, incluso el de la propia familia, porque se vive al pariente pobre como una vergüenza que no conviene airear. Es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, a las razas y a aquellas etnias que habitualmente no tienen recursos y, por lo tanto, no pueden ofrecer nada, o parece que no pueden hacerlo.
Es necesario buscar un antídoto para esa lacra, y este será el respeto activo a la igual dignidad de las personas en la vida cotidiana, que exige el reconocimiento cordial de esa dignidad. Y será el cultivo de la compasión, pero no la de cualquier compasión, sino de la que Stefan Zweig describía en su novela Impaciencia del corazón con las siguientes palabras:
“Existen dos clases de compasión. Una cobarde y sentimental que, en verdad, no es más que la impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena, aquella compasión que no es compasión verdadera, sino una forma instintiva de ahuyentar la pena extraña del alma propia. La otra, la única que importa, es la compasión no sentimental pero productiva, la que sabe lo que quiere y está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta esl límite de sus fuerzas y aún más allá de esos límites”.
Reconocimiento de la igual dignidad y compasión son dos claves de una ética de la razón cordial, que resultan innegociables para superar ese mundo de discriminaciones inhumanas.
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